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miércoles, 2 de enero de 2013

La obsolescencia programada. Productos con fecha de caducidad


Algunos países del tercer mundo, muchos de ellos africanos, se han convertido durante los últimos años en un gran vertedero del mundo occidental.  Un claro ejemplo es Ghana, donde cada mes se descargan en sus puertos unos 500 contenedores repletos de equipos electrónicos. Estos aparatos proceden en su mayoría de Europa y Estados Unidos, quienes se deshacen de sus neveras, ordenadores y televisores usados enviándolos a los países menos desarrollados, provocando una gran contaminación en estos lugares.
Si quisiéramos encontrar una respuesta a este gravísimo problema, tendríamos que profundizar en un término que suscita una gran polémica: la obsolescencia programada, un concepto desconocido para muchos pero presente en nuestras vidas desde hace ya un siglo.

Después de la crisis de 1929, los norteamericanos invirtieron mucho tiempo en pensar cuáles serían las medidas que crearían empleo y harían salir a su país de la grave coyuntura económica. Es en este contexto donde se crea la idea de obsolescencia programada: la voluntad por parte del consumidor de poseer un producto algo más nuevo antes de que sea totalmente necesario. Se fomenta esta doctrina en la sociedad estadounidense para que surja una falsa necesidad de renovar artículos y así aumentar el consumo, lo que llevaría a la creación de empleo y mejora de la economía. Este fenómeno consistía en que los empresarios firmaban pactos en los que limitaban la fecha de duración de los productos. Un ejemplo es el acuerdo Phoebus, firmado en 1924 por Osram, Philips y General Electric, en el que se estipulaba que las bombillas incandescentes debían tener una vida de 1000 horas. El hecho de que la bombilla fuera la primera víctima de la obsolescencia programada es una auténtica paradoja, ya que este objeto siempre ha sido la imagen de las ideas y el progreso.

Como vemos, ya desde los años 20 se fabrican productos modificados para que tengan una duración limitada, lo que nos hace estar en una sociedad caduca, acotada y controlada. Cuando vamos al supermercado, los yogures tienen una fecha de caducidad de 15 días; la batería del Ipod con el que escuchamos música se estropeará una vez hayan pasado 18 meses; las medias que llevamos puestas no nos durarán más de 1 año; la bombilla que alumbra nuestra habitación tiene una vida acordada de 1000 horas, así como nuestra impresora, que a los 5 años se bloqueará automáticamente para que tengamos que comprar una nueva.

Analicemos un caso curioso: En Livermore, California, se encuentra la bombilla más antigua del mundo. La primera vez que se encendió fue en 1901. Eso quiere decir que lleva en funcionamiento más de 100 años. Su creación demuestra que por aquella época se había logrado inventar una fórmula que hiciera durar las bombillas más de las 1000 horas estipuladas en el pacto Phoebus. Sin embargo, los empresarios compraron las patentes a los científicos para asegurarse el negocio en el futuro. Durante todo un siglo la gente ha creído que las bombillas tenían una duración limitada cuando en realidad sí que se había conseguido una fórmula más rentable, aunque no para los propietarios de las fábricas de bombillas. No obstante, hace unas décadas la tecnología LED vio la luz: consiste en la invención de bombillas de larga duración, ya que su vida útil es de 20.000 horas (unos 20 años). Los LED pueden reducir en un 22% el consumo energético de cualquier hogar. Con una sola bombilla LED ahorramos el 85% de energía que consume una bombilla incandescente tradicional. Por cada bombilla LED se ahorraría casi 6 euros en la factura anual y además son bombillas que no se calientan ni contienen toxinas. Si esta gran mejora se desarrolló en 1962, ¿por qué no ha sido hasta ahora cuando ha empezado a hacerse un hueco en la sociedad?

Nuestra vida económica está condicionada desde los inicios del capitalismo. Sin apenas darnos cuenta, nos hemos sumergido en un modo de vida basado en el despilfarro. Y es que si el ciudadano no consume, no hay crecimiento económico. Mientras mantengamos estas acciones de renovación constante de productos para salvar nuestro sistema económico, seguiremos produciendo grandes cantidades de residuos no biodegradables, los cuales generan un gran impacto ambiental en países en los que no se han consumido estos productos, ya que el derroche del mundo occidental provoca la destrucción del tercer mundo.

El ejemplo más claro se ve en el país africano de Ghana, donde cada año van a parar toneladas de residuos electrónicos procedentes del hemisferio norte. Estos productos están catalogados de segunda mano y por eso entran con facilidad, aunque en realidad solo el 20% es reparable.
Estamos pues frente a un gran dilema: ¿debemos defender el capitalismo y luchar por el mantenimiento de nuestro estilo de vida actual  o tenemos que preservar nuestro planeta y la madre naturaleza?

Intentando dar una solución al problema, deberíamos cambiar nuestra mentalidad; construir nuevos productos que perduren más tiempo; consumir en la justa medida y aplicar el principio de las tres erres: Reducir-Reciclar-Reutilizar, y así cambiar nuestro concepto de economía del enriquecimiento desmesurado. La alternativa será el decrecimiento. Y es que “el mundo es lo suficientemente grande como para satisfacer las necesidades de todos los humanos, pero muy pequeño para satisfacer la avidez de unos cuantos.”



Reflejo del almaFoto: Yaiza Martín

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